Por DEBORAH COPAKEN
Mi entrevista con Justin McLeod estaba por terminar cuando lancé una última pregunta: “¿Alguna vez has estado enamorado?”.
El joven director ejecutivo había diseñado Hinge, una aplicación de citas. La pregunta que le hice era algo obvia, dadas las circunstancias.
Justin lucía afligido. Dijo que nadie le había preguntado eso en una entrevista. “Sí”, respondió después de unos momentos. “Pero no me di cuenta sino hasta que fue demasiado tarde”. Luego me pidió que apagara mi grabadora. Lo hice.
Al hablar sin que quedara el registro grabado, parecía estarse quitando una carga de encima. Me contó que se llamaba Kate y fueron novios en la universidad. Él le rompió el corazón en varias ocasiones (los ojos se le llenaron de lágrimas cuando lo dijo). En esa época él no era la mejor versión de sí mismo, dijo. Se dedicó a reparar el daño que le había causado a todo el mundo en esa época, incluyendo a Kate. Pero ella ahora vivía en el extranjero y estaba comprometida con otra persona.
“¿Ella sabe que todavía la amas?”, le pregunté.
“No”, respondió. “Ya lleva dos años comprometida”.
“¿Dos años?”, cuestioné. “¿Por qué tanto?” “No lo sé”.
En ese entonces yo llevaba un año separada, después de un matrimonio de dos décadas. Había estado pensando mucho acerca de la naturaleza del amor, en cuán raro es. De hecho, la razón de mi entrevista a Justin era que su aplicación había contribuido a que tuviera una cita a ciegas post-separación, que además fue la primera cita así en mi vida. Fue con un artista de quien me había enamorado a primera vista.
Eso jamás me había sucedido, lo de “a primera vista”. Además fue el primer hombre que apareció en mi pantalla después de descargar la aplicación de Justin.
Para los que llevan la cuenta en casa, son bastantes primeras veces: primera aplicación de citas, primer hombre en la pantalla, primera cita a ciegas, primer amor a primera vista. Me interesaba comprender el algoritmo de la aplicación, cómo había ocurrido, y cómo había adivinado —si por los amigos en común de Facebook— que este hombre en específico (un escultor cuya obra exploraba los nexos entre imágenes libidinosas y los pimpollos de flores) se anclaría en mi corazón.
“Tienes que decírselo”, le dije a Justin. “Mira…”. Le conté la historia del muchacho al que yo había amado justo antes de conocer a mi esposo.
Él iba al último año de la universidad, y estaba en Londres para estudiar a Shakespeare durante un semestre en el extranjero. Yo era una fotógrafa de guerra de 22 años que vivía en París. Nos habíamos conocido en una playa en el Caribe y luego lo visité en Londres, cuando estaba algo traumatizada después de haber cubierto el final de la guerra afgano-soviética.
Había pensado en él a diario mientras cubría esa guerra. Cuando dormía en cuevas, cuando estuve enferma de disentería y cuando una herida de metralla en mi mano se infectó a tal punto que Médicos Sin Fronteras tuvo que ir a sacarme de las montañas en el Hindukush; en todos esos momentos mi amor por él fue lo que me hizo seguir adelante.
No obstante, unas semanas después de mi viaje a visitarlo en Londres, me dejó plantada. Dijo que vendría a verme a mi departamento en París un fin de semana y nunca llegó. O eso pensé.
Dos décadas después, me enteré de que en realidad sí había volado a París ese fin de semana, pero había perdido el trozo de papel en el que apuntó mi dirección y número telefónico. Yo no estaba en el directorio; él no tenía contestadora. No teníamos amigos en común. Terminó hospedándose en un hostal y yo terminé casándome con el siguiente hombre con el que salí, con quien tuve tres hijos. Así es la vida.
Para cuando se inventó Google, la primera foto mía que le apareció al buscarme fue una donde estoy con mis hijos, en un artículo que alguien había escrito acerca de mi primer libro, una biografía de mis años como fotógrafa de guerra. Poco después, él se casó y tuvo tres hijos con la siguiente mujer con la que salió. Así es la vida.
Lo encontré por casualidad, mientras hacía una investigación sobre compañías de teatro para mi última novela. Ahí estaba su imagen, arriba de su nombre, compartido por tantas personas. Le escribí un correo electrónico: “¿Eres el mismo hombre que me dejó plantada en París?”.
Así fue como me enteré de lo que sucedió ese fin de semana y comencé a digerir todo el impacto de la mala suerte detrás de nuestro encuentro fallido.
Unos meses después, él visitó Nueva York por cuestiones de trabajo y nos reunimos para un almuerzo primaveral en un banco del Central Park. Yo estaba tan desconcertada que tiré mi limonada y el sándwich de ensalada de huevo que tenía en las manos: a pesar del tiempo, el amor seguía ahí.
De hecho, el cierre emocional que nos dio la reunión y el impacto de reconocer que aún estaba vigente ese sentimiento de amor, aunque había estado tanto tiempo fuera de la luz del sol y sin que lo regáramos, afectó nuestros matrimonios, pero en diferentes sentidos. Él se dio cuenta de lo mucho que necesitaba trabajar en las raíces de su matrimonio. Yo me di cuenta de que a mi matrimonio ya le había dado todos los nutrientes y el cuidado posibles (veintitrés años de cultivar esa tierra), pero que ya no había dónde labrar ese campo.
Cuando escuché la historia de Justin y su amor por Kate, sentada en otro banco de Central Park cuatro años después, sentí una urgencia renovada. “Si la sigues amando”, le dije, “y todavía no está casada, tienes que decírselo. Ahora. No quieres despertar en veinte años y arrepentirte de tu silencio. Pero no puedes hacerlo por correo electrónico o Facebook. Tienes que aparecerte en persona y estar dispuesto a que te azoten la puerta en la cara”.
Justin se rió con melancolía: “No puedo hacerlo. Es demasiado tarde”.
Tres meses después, me envió por correo electrónico una invitación a almorzar. El artículo que escribí acerca de él y su empresa, en el que me había permitido mencionar a Kate (a quien había descrito como “el amor que él más anhelaba”), había generado interés en su aplicación y quería agradecérmelo.
El día de la cita, fui al restaurante y me presenté con la recepcionista. “Justin McLeod, mesa para dos”, le dije.
“No”, respondió Justin, que de pronto apareció detrás de mí. “Para tres”.
“¿Tres? ¿Y quién nos acompaña?”.
“Ella”, dijo. Señaló hacia una mujer menuda que se veía desde la ventana del restaurante mientras corría para alcanzarnos. Solo dilucidé un abrigo rosa y el destello de un cabello rubio que ondeaba detrás de la figura corriendo.
“No… ¿es ella?”.
“Sí”.
Kate entró y me dio un abrazo. De cerca se parecía a otra Kate, a Katharine Hepburn, la actriz de tantas comedias sobre ex parejas que terminaban retomando su matrimonio, películas que había estudiado en la universidad con el filósofo Stanley Cavell.
Estas películas, antecesoras de las comedias románticas de la actualidad, se filmaron en Estados Unidos durante las décadas de 1930 y 1940, cuando no estaba permitido mostrar el adulterio y el sexo ilícito en la pantalla. Para evitar a los censores, las tramas eran las mismas: una pareja casada se divorcia, ambos coquetean con otras personas, luego se vuelven a casar. ¿La moraleja? En ocasiones tienes que perder el amor para encontrarlo de nuevo y visitar el césped verde de los vecinos es la clave para que tu amor inicial vuelva a florecer.
“Todo esto es gracias a ti”, dijo Kate, llorando. “Gracias”.
Ahora Justin y yo también estábamos por llorar, mientras el resto de los comensales nos observaban confundidos.
Después de que nos sentamos, me contaron la historia de su reencuentro; se completaban las frases uno al otro como si hubiesen estado casados durante años. Un día, después de encontrarse en la calle a un amigo de Kate, Justin le envió a ella un mensaje de texto para concertar una llamada telefónica. Luego, sin previo aviso, reservó un vuelo trasatlántico para encontrarse con ella. La llamó desde su habitación de hotel y le preguntó si podía ir a verla. Ella planeaba casarse en un mes, pero tres días más tarde se mudó del departamento que había estado compartiendo con su prometido.
La culpa me cayó de golpe. ¡Pobre hombre!
Ella dijo que estaba bien: su relación había sido conflictiva durante años. Kate contó que había buscado la manera de posponer la boda o cancelarla, pero que ya se habían enviado las invitaciones, que el salón y el servicio de banquetes estaban contratados, y no sabía cómo resolver su indecisión sin decepcionar a todo mundo.
Justin había llegado a su puerta prácticamente en el último momento para hablar ahora o callar para siempre. El día que estábamos almorzando ya estaban viviendo juntos.
Poco después los invité a cenar para presentarles al artista obsesionado con los brotes de flores que tenía la mitad de la responsabilidad de haberlos reunido. Él y yo no habíamos funcionado como pareja, para mi desgracia, pero habíamos terminado en un camino de amistad cercana e incluso de una colaboración artística después de que me envió un mensaje con la foto de un boceto que había estado dibujando.
De hecho, por esa fecha acabábamos de firmar un contrato para publicar juntos tres libros: The ABC’s of Adulthood, The ABC’s of Parenthood y —qué ironía— The ABC’s of Love (El ABC del amor).
“¿De qué era el dibujo?”, preguntó Kate.
Se lo mostré en mi teléfono.
“¿Son ovarios?”, preguntó con una sonrisa.
“O semillas”, respondí. “O capullos de flor, depende de cómo lo mires”.
Todas eran interpretaciones perfectamente lógicas de un amor por florecer que hacía brotar más amor y de cómo ese engendraba también amor. El amor era la misma razón por la que estábamos sentados en mi mesa aquella noche, ¿no es cierto? Porque el amor verdadero, una vez que florece, jamás se marchita. Puede perderse cuando se extravía un trozo de papel o transformarse en arte, libros o en hijos, o desencadenar la reunión de otra pareja al tiempo que no logra consolidar la propia.
No obstante, siempre está ahí, a la espera de un rayo de sol, abriéndose paso a través de la tierra que se deshiela, insistiendo en su legítima existencia en nuestros corazones y en el mundo.
Deborah Copaken es fotoperiodista y autora de varios libros, incluyendo la novela The Red Book.
Esta columna se publicó originalmente en inglés en noviembre de 2015. Es una de las historias que pronto podrás ver adaptada en la serie “ Modern Love” de Amazon .
c. 2019 The New York Times Company
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Fuente Artículo original AQUI
Fuente Artículo en Español Diario Clarin: AQUI